Un nidito de amor

En pleno Barrio Suecia, junto a los pubs y la música, hay un lugar que sin camareros, ni happy hour es uno de los locales que está más vivo que nunca.






Por Macarena Gallegos

Sentada desde hace más de media hora en el pub Bumerang, espero encontrar el momento indicado para cruzar la calle, subir tres escalinatas, pasar el biombo verde y entrar al “oasis del amor”. Mi bebida está por acabarse, así que pido la cuenta. Creo que llegó el momento. Me paro y respiro profundo, no entiendo por qué se me hace tan difícil. Subo las escaleritas, y toco el timbre. Se abre la puerta y antes de entrar miro a todos lados para verificar que nadie me haya visto. Ya dentro ninguna persona me recibe, sólo un mural, el cual ofrece todo tipo de películas eróticas gratis para los pasajeros. De lejos escucho una voz que me dice, “¿Vienen por la noche o a pasar un momento?”. Mientras dice esta frase la voz se convierte en una mujer delgada, de ojos saltones, pelo cano y tomado. “Por un momento, pero mi pareja viene en camino”, le contesto tímida, como si fuese a juzgarme. Me pide que pase a la sala de espera. Es un espacio de dos metros aproximadamente, en donde hay una banca tapizada con terciopelo y un espejo que llega desde el techo al suelo. Allí aguardo no más de dos minutos, cuando la mujer llega y me pide que la siga. Caminamos por un pasillo largo, con luces rojas y papel mural de igual color. Cada cuatro pasos hay una puerta. Hay un silencio que llega a ser incómodo, el cual se rompe con una expresión de satisfacción proveniente de alguna pieza.


La mujer a la que sigo para en seco su caminata y me pregunta si quiero la habitación con jacuzzi o sin él. “Con”, le respondo. Continúa a paso firme para llegar al final del pasillo donde dobla y comienza a subir una

escalera. Al igual que la salita de espera, los escalones están tapizados con terciopelo rojo, rojo intenso.

Llegamos al segundo piso, la mujer saca un manojo de llaves y abre una habitación. Pregunta mi nombre para que cuando llegue mi pareja sepa a qué pieza traerlo. Le contesto y enseguida me indica cómo usar el jacuzzi, que la televisión no tiene control remoto y que si quiero hablar con recepción marque, en el teléfono, el número 10. Dadas todas las indicaciones, la mujer sale del lugar sin expresión alguna en su rostro. La costumbre, pienso.

Ya sola, me siento en la cama, que debe de ser de dos plazas, y me doy cuenta de que a la derecha hay un espejo, al igual que en el techo. La habitación mira hacia la calle Providencia. Estoy en un segundo piso y la vista no mala. Pienso en cómo habrá sido esta casa antes de ser un motel.


La carne es débil


El oasis del amor, eslogan del lugar, está situado a pasos de avenida Providencia, en la calle General Holley, razón por la cual se llama Motel Holley.

Llevan ahí más de seis años, y para sus empleados es la mejor ubicación para un lugar como éste. Además de los empleados, quienes trabajan en el sector creen que la llegada del motel es favorable.

“Antes se veía de todo por aquí. El copete hace que las personas se pongan más cariñosas, y como no había ningún lugar para demostrar su amor, algunos lo hacían en la calle”, afirma Sebastián Sanhueza, mesero del pub Morena.

Carabineros está de acuerdo con las palabras de Sanhueza. La patrulla que se estaciona todas las noches de fin de semana en Suecia con Holley, ha sido testigo de cómo el sexo en las calles desapareció.

“Antes no bastaba con estacionarnos, debíamos patrullar todo el sector durante toda la noche y aún así algunos se escondían y tenían sexo, o simplemente se iban a algún lugar más solitario”, aseguran los carabineros encargados de patrullar el lugar.

Las ganas de demostrarse el amor durante un carrete no sólo se da entre parejas establecidas, sino que también entre personas que se conocen en el momento y, literalmente, su carne es más débil.

El Holley durante el día recibe, como la gran mayoría de los moteles, a oficinistas, secretarias y otras personas que se escapan de sus trabajos para hacer de las suyas, pero por las noches es el lugar perfecto para que las parejas ocasionales se satisfagan en un lugar limpio, cercano al carrete y accesible a todo bolsillo.


Cliente frecuente


Rayén lleva dos años pololeando y hace uno conoció el Holley. “Fue carreteando con un grupo de amigas y mi pololo. Habíamos tomado harto y no nos aguantamos”, me cuenta mientras sus mejillas se enrojecen.

“Me fui con una amiga al baño, le conté lo que pasaba con mi pololo, y me dijo que cerca del local donde estábamos había un motel”.

En minutos, Rayén y Sebastián, el pololo, estaban mirando el mural con películas porno que los recibió. Les indicaron el precio, ellos aceptaron y juntos siguieron a la mujer que los guió hasta el lugar que por algunas horas sería su nidito de amor.

De esa primera ida al Holley ha pasado un año, y Rayén, riéndose, dice sentirse una cliente habitual. “Cada vez que podemos venimos, el lugar es limpio, y acogedor. Lo hacemos también para salir de la rutina. Todas las parejas debieran hacerlo”.

Han pasado 20 o 30 minutos desde que llegué. Hice zapping en la televisión y me encontré con una decena de películas triple X. Me llama la atención, no entiendo para qué, entonces, están las que me recibieron en la puerta. En una de las paredes hay un papel que dice, “Motel Holley cuenta con Wi-Fi en todas sus habitaciones”, tampoco entiendo esto, ¿quién vendría a un motel a conectarse a Internet?.

De repente alguien toca la puerta. Me paro de la cama y voy a abrir. La señora de pelo cano y tomado me pregunta si mi pareja llegará o no, porque no puedo estar sola ocupando una habitación, y que además hay pasajeros esperando. Le digo que no, que me dejaron plantada.

Entonces, amablemente, me invita a salir de la pieza, mientras salgo entra a ordenar lo poco que desordené. Bajo las escaleras, camino por el pasillo. Llego a la salita de espera donde una pareja se ríe mirándose al espejo. Abro la puerta, paso el biombo verde, bajo las escaleritas, hago todo rápido para que nadie me vea. Ya está oscuro, son las 9 de la noche y en Suecia hace rato empezó el happy hour.

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