Prometieron bajar de peso. Gastar las suelas. Abrieron el pórtico de la ciudad y entraron con un juramento: renunciar al lugar común, al relato gris, a la frase previsible. Fueron tras el rescate de olores, colores, sabores, santísima trinidad del periodismo. Con ADN estilístico, ajenos a la clonación y al plagio. Son 20 rastreadores de huellas, anécdotas y retratos. Bebieron en la única llave de agua de un conventillo, buscaron huesos de fierro en trenes que enhollinaron la Estación Central. Con picardía y audacia, una entró a un motel; otro marcó sus rastros en el Barrio Cívico; recrearon una tertulia en los aledaños del Parque Forestal o invadieron secretillos de las vecindades del Mapocho. Redibujaron la pretérita aristocracia de El Golf o buscaron mansedumbre en callejuelas del Barrio Ferroviario. Quieren ser periodistas, no reproductores de declaraciones y de boletines. Tienen hambre de novedad y beben en fuentes de exactitud e imaginación. Militan en mi curso Taller de Reporteo y Producción de Noticias de la Escuela de Periodismo de la Universidad Diego Portales, con la ayudantía de Gustavo Carrasco Azar. Tienen una convicción: leer, escribir, corregir. E irrenunciable pasión. Hoy entregan sus testimonios, armados con datos y fe. Muestran, no califican. Viven. Sienten. Comparten.
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