A la sombra del Paseo Bulnes

Caminar rápidamente entre las calles de este paseo peatonal se ha hecho cotidiano. No es moda, ni tampoco una nueva tendencia. Solamente es el temor provocado por asaltantes y vagabundos que se toman esta
histórica y central arteria a la hora del té.







Por: Fabián Acevedo


El caminar de algunos vecinos del Paseo Bulnes ya no es el mismo. Con una risa pasajera recuerdan cómo fue la primera primavera que pasaron por ese lugar, atraídos por la belleza de los jardines y la tranquilidad de la tarde. Hoy, cabizbajo, recorren el lugar, sin mirar a nadie, sin levantar la mirada. Amenazados por jóvenes delincuentes que se han tomado el barrio, que han destruido viviendas y sobre todo han infundido un gran temor. “Antes uno salía, ponía su silla afuera y podía conversar tranquilamente, ahora no se puede y a las cinco de la tarde uno tiene que estar encerrado en la casa”, comenta
Margarita Fuentes, vecina del sector. Todo esto provocado por el alcoholismo y la drogadicción, problema que poco a poco se ha trasladado hasta el Parque Almagro, el parque vecino, que por más de 20 años no ha tenido un control efectivo de carabineros.
El Paseo Bulnes abarca seis cuadras, precisamente entre el Parque Almagro y la Avenida Libertador Bernardo O’Higgins. Existe una gran cantidad de armerías –por lo menos ocho, una cada media cuadra-, edificios político administrativos y oficinas de las fuerzas armadas de nuestro país.

Esta arteria de carácter peatonal, a simple vista de turista, no presenta mayores problemas; es un lugar sereno para ir un fin de semana a pasear, las piletas muy bien cuidadas y los bandejones de áreas verdes se encuentran exquisitamente mantenidos. Pero existe el otro lado de la moneda: la delincuencia, los vagabundos se toman las calles en el momento que el ajetreo diario empieza a terminar.

A ojos de los vecinos


Araceli Gueeny Azocar lleva veinte años presidiendo la Junta de Vecinos, que comprende dos de los sectores más transitados de Santiago: el Paseo Bulnes y la calle San Diego.
Durante todos estos años ha visto un gran avance, pero también un estancamiento en la solución de los problemas sociales por parte de las autoridades de Santiago. “La delincuencia y la falta de luz son los principales problemas. Desde que se fue Jaime Ravinet, nadie ha tomado cartas reales en los problemas que nosotros presentamos”, dice Araceli. Agrega que su mayor logro hasta el momento -como presidenta-fue haber puesto una caseta de “Santiago Seguro” (ex seguridad ciudadana), luego de mucho batallar con los concejales, para que la vigilancia del sector aumentara.
Apenada, cuenta cómo los mismos delincuentes se han tomado sus propios espacios, destruyendo la sede vecinal que ellos mantenían en conjunto con la municipalidad, en la calle Cóndor, una de las fronteras con el Parque Almagro. “La verdad es que no pudimos contra ellos, se metieron a robar más de diez veces. Y cómo no tenían nada para robar, rompían todo lo que estaba adentro. Después llegaron unos “ocupas” y se la tomaron, hasta que la municipalidad tuvo
que ponerle soldaduras, lo que parece que era mejor que poner a un guardia de seguridad”, comenta Araceli, mirando cada uno de los recuerdos que hoy están en el antejardín de esta casa abandonada, que incluso una vez casi fue incendiada.
Son pocos los residentes antiguos que van quedando. Casi todos han vendido sus casas o fueron expropiadas para construir los nuevos edificios. Es que algunos pobladores se cansaron del ruido, el movimiento diario y que principalmente no se haga ningún control o fiscalización a la gente que asiste al Parque Almagro. Así acusa Margarita Fuentes, vecina de la calle Cóndor, una de las últimas calles al finalizar el paseo peatonal.
“Nosotros somos propietarios desde 1960, con el tiempo no ha sido para mejor, sino que para peor. En el Paseo Bulnes, tenemos una lacra que no se ha podido sacar de ninguna manera. Los indigentes son parte de todos los días, piden plata y después se ponen a tomar” dice Margarita Fuentes. Además aseguró, que los vagabundos que frecuentan el sector, primero estuvieron en la iglesia “Los Sacramentinos”, y que una vez que construyeron en sus cercanías se trasladaron al paseo, hace más de 10 años.

¿Y las autoridades?

La presidenta de la junta vecinal dice nunca haber sido visitada por el alcalde, pese a que han juntado firmas y han hecho llegar cartas a la municipalidad, para que solucionen los problemas.

Los concejales de la comuna, por lo menos, han denunciado el tema en sus sesiones ordinarias. Así quedó claro, en uno de los documentos del 27 de febrero de este año, cuando el concejal Jorge Alessandri Vergara (UDI) junto con Rodrigo Mekis (Independiente), visitó la zona y denunció la presencia de vagabundos específicamente en el Paseo Bulnes, un sitio eriazo que funciona como escondite de delincuentes y antigüedad de la iluminación prohíbe una completa visibilidad hacía el Parque Almagro; problemas existentes hasta hoy.
Carabineros dice contar con un control en todo sentido. Daniela Ormazábal Arriagada, teniente de la segunda comisaria de Santiago, asegura “Se cuenta con un plan cuadrante para que los vecinos puedan llamar, también tenemos vigilancia todo el día, pero el fin de semana este dote policial disminuye. La razón es porque anda menos gente y no es necesario tener a tanto persona de vigilancia. Tenemos reconocidos a los grupos de delincuentes”.
Según las cifras entregadas por la Dirección General de Carabineros durante el año pasado, de los 29.329 delitos de mayor connotación social (homicidios, hurtos, lesiones, robos con fuerza o violencia y violaciones) ocurridos en Santiago centro, sólo 53 se reportaron en el Paseo Bulnes. Por lo tanto, de todos aquellos delitos cometidos en el centro, en el paseo Bulnes se registra un 0,18 por ciento (fuente diario El Ciudadano). Estadística que no contempla los robos que no fueron denunciados y que según los propios vecinos, que se encontraban paseando en ese momento, la gente no denuncia debido a que el plan cuadrante no aparece en el momento indicado.
No hay un catastro del número de vagabundos en las oficinas de carabineros y su actuar es solamente preventivo. “Nosotros no los podemos llevar detenidos, debido a que no hay una ley que sea por indigencia. Solamente les podemos llamar la atención y nada más”, afirma la Teniente Ormazábal.

Especialistas en acción

Para los especialistas, estos problemas sociales y que los vecinos no encuentren respuesta es casi propio de nuestra cultura y no hay una solución ni una tesis de por qué los vagabundos podrían llegar hasta ahí. Así cuenta Jaime Gatica, titulado en sociología de la Universidad Diego Portales. “Yo creo que la mejor manera de combatir este tipo de problemas es incluyendo más a la gente. Buscar espacios para ellos, no para que vivan, pero para que se sientan activos en la sociedad. Hay que hacerlos hacer cosas y claro la medida de carabineros está bien, no hay por qué llevar a un vagabundo a la cárcel, solo integrarlo más en nuestra sociedad”, comenta el joven sociólogo. Además agrega que hay que mejorar nuestras políticas de integración, promoviendo diversos grupos de ayuda, para los que la necesitan.

Érase una vez El Golf


En nuestros días el principal centro de oficinas del sector oriente es el clásico barrio. Sin embargo, no siempre fue así. En los años 30, significó el escape de cientos de familias acomodadas que buscaban únicamente homogeneidad.



Por: Gabriela Infante


Refugio de Expropiados


A fines de los años 30, en Chile el Movimiento Radical avanzaba a pasos Por agigantados. Ya en el año 1939, se establece definitivamente, con el mandatario Pedro Aguirre Cerda, el poder de la clase media en el país. En respuesta a esto, la aristocracia chilena abandona sus palacios de barrio Dieciocho y Brasil para entrarse a los pies

de la cordillera, trasladando con ellos marcadas influencias europeas.

Así fue como Elena Errázuriz Echeñique, fundadora de El Golf sur, junto a cientos de personas instauró rincones de París, Buenos Aires y Viena a los alrededores de la ciudad. Una mezcla de elegancia y áreas verdes predominaban en las actuales calles de Isidora Goyenechea y El Golf.

Tomás Reyes Vicuña fue el arquitecto encargado de diseñar las hermosas mansiones que llenaron de vida a calles como Presidente Errázuriz y Gertrudis Echeñique. Con claras

influencias francesas, predominaron los jardines y amplios balcones, reflejo de una elegancia contemporánea que mezcla tradición y modernidad.

La matinée del cine, las misas del domingo por la mañana y días enteros en el club de golf, fueron la instancia principal de reunión de familias como los Lyon Cousiño y Sánchez Errázuriz, las primeras en llegar al barrio. Por esos tiempos no había duda de que El Golf estaba en su máximo esplendor.


El golpe de los 80


A medida que pasaban los años y el barrio se encontraba en su

apogeo, personas de distintos lugares de Santiago comenzaron a frecuentar el barrio. Rápidamente junto a la llegada del metro El Golf, Alcántara y Escuela Militar, arribó una masa de gente en busca de oportunidades laborales. De esta forma, además, con la llegada de connotados colegios de elite, como lo son el Verbo Divino y Villa María Academy, se masificó el barrio, perdiendo la importante exclusividad por la que lucharon décadas.

“El barrio ha cambiado mucho. Desde que llegó el metro la gente de clase alta que vive acá perdió comodidad. La primera torre de las que quedaban en el oriente fue la de Tajamar, desde ahí se llenó de edificios”, cuenta Francisco Millaqueo, chef desde hace 47 años del reconocido Club de Golf. Agrega además que los edificios son el desarrollo, por lo mismo llega gente de todas partes.

Fue así como el boom demográfico del sector y la intención de desarrollo se apoderaron de El Golf. Causó el resentimiento de la clase oligárquica acomodada en el lugar.

Por esos años hasta la actualidad, no hay esquina del barrio que no se salve de una gran construcción. María José Díaz vive desde hace unos meses en El Golf. “Vengo de Chillán a estudiar a Santiago y este barrio era el que más me acomodaba. Es muy seguro, constantemente veo a seguridad ciudadana paseando cerca de mi casa”. Si tuviera que calificarlo le pone nota 6, la razón es por el poco respeto al peatón. “Todos pasan apurados, bocinazos todo el día, hay que fijarse siempre para cruzar la calle porque no tienen conciencia en ese sentido”, afirma con seguridad.

Es así como decenas de edificios contrastan con las reducidas áreas verdes que van quedando. El barrio residencial, con las imponentes mansiones que caracterizaron los años 40, han desaparecido considerablemente. El paso de un sector residencial acomodado, pasó a ser el centro neurálgico de un importante sector financiero que abarca a personas de todo el país.


Un café con Isidora y Sebastián


Con el repentino poblamiento de El Golf, cientos de cadenas multinacionales se han apoderado de las esquinas del barrio.

Big John, Starlight Coffee, Oh! Salad, Ruby Tuesday y Starbucks Coffee son solamente algunas.

En 2003 la cadena estadounidense llegó a Chile para quedarse y ser una de las empresas más reconocidas por los chilenos en los últimos años. Su primer local fue precisamente en la esquina de Isidora Goyenechea con San Sebastián. Aquí buscaban algo similar que en Estados Unidos: un café para el empresario, alguien que pudiera acceder al elevado costo de un frapuccino. Con los años esta categoría se ha ido ampliando, llegando a jóvenes principalmente. Una de ellas es Valentina Honorato, de 18 años, estudiante de un preuniversitario. “Necesito ir a Starbucks. Se volvió una costumbre, junto de mi mesada y como mínimo paso por acá cada dos semanas. Prefiero venir al del Golf, porque me queda cerca del ‘preu’ y en la tarde hay muy poca gente, es súper tranquilo”.



Con el paso de los años El Golf, la cuna de aristócratas expropiados, pasó

a representar trabajo, desarrollo y comercio. Las grandes empresas internacionales han arribado a la elegancia de sus calles.

Las mansiones demolidas, dieron paso a grandes edificios con más de 50 familias. Un sector desarrollado en un país del tercer mundo. Pero lo que traspasa todas las décadas de vida del barrio, es la influencia europea y norteamericana en cada una de sus esquinas.

La curiosa historia de la Plaza Brasil, que no duerme

Fiesta de día,
fiesta de noche

Dos estudiantes que juegan pimpón por la tarde un día de semana, es una de las tantas cosas normales que se puede ver a eso de las 16:00 horas en la Plaza Brasil. Pero el llegar la noche, el lugar se convierte en un espacio lleno de alcohol y del cual no queda ni un rastro de lo vivido en el día.
Éste y otros, son los contrastes que presenta una de las principales plazas del barrio.

Por: Felipe Véliz
pipe.veliz@hotmail.com


Los estudiantes disfrutan alegremente –con un día soleado y agradable–, de su juego en el tenis de mesa. Parecen contentos y concentrados en lo que hacen y no hay nada que los saque de su objetivo, que es ganar el punto. Uno de ellos es Luis Rodríguez, estudiante del Liceo de Aplicación, que está a unas pocas cuadras del lugar. Rodríguez, cuenta que tres veces por semana asiste con amigos a jugar pimpón y que lo hacen simplemente porque les encanta el juego y también para relajarse, luego de agotadoras jornadas de clases.

Esta realidad se ve totalmente contrapuesta con lo que ocurre en las noches y uno de los testigos de la fiesta nocturna es Gonzalo Pinilla –el otro escolar que juega en la plaza junto con su compañero –, quien agrega que cuando va los lunes a la plaza, aún quedan resquicios de lo ocurrido el fin de semana y que ellos son los que tienes que limpiar a veces y juntar las botellas en un rincón: “Nosotros las juntamos y en la tarde pasan los caballeros que limpian la plaza y ahí vuelve a quedar limpia nuevamente”, dice el estudiante de 17 años, que además cuenta sobre la inundación de colillas de cigarro que sufre la plaza: Uno las ve colillas en todos lados, pero acá, el día lunes hay muchas más que en cualquier lugar(…)¡Menos mal que están los limpiadores de la plaza!”, agrega.
La plaza luce alegre, a los ya escolares del tenis de mesa, se agregan las personas que sacan a pasear a sus perros –la mayoría mujeres– y el lugar predilecto es la plaza. También están los resbalines, columpios y toboganes que, a esa hora, se encuentran con más de cinco niños por juego.

Pero, en contraste con toda la alegría que se puede ver en el día, está también la noche en el barrio. Rodríguez cuenta que una vez pasó con su familia por el lugar –más precisamente un sábado por la noche– y el panorama era muy distinto al que se vive en las tardes: “Era increíble ver cómo estaba la plaza. Yo iba en auto con mi padre y la vi toda llena de borrachos y el suelo plagado de botellas. Incluso, el lugar en el que están las mesas, donde nosotros jugamos, sólo se veían encima botellas de cervezas”, cuenta el joven, quien cursa cuarto medio y que afirma el hecho de que la plaza se ha ido ganando “mala fama”, producto de la noche bohemia.


Esta afirmación es corroborada por Luis Calderón, empleado de la plaza, quien está encargado de limpiar el lugar luego de las agitadas noches que ahí se viven. Cuenta que los domingos en la mañana es posible encontrar “de todo” en la plaza: “Yo cuando trabajo los domingos sé que tengo mucho más trabajo que cualquier día normal, y ha habido días que he encontrado desde calzones hasta condones. La verdad es que encuentro muy mala la conciencia que se tiene acerca de botar las cosas a un basurero (…), al menos aquí es muy mala”, aclara el encargado del aseo municipal, aunque reconoce que las botellas de cervezas siguen liderando el ranking de lo que más se encuentra en el suelo y que en la semana trabajan tres a cuatro personas a diferencia de los fines de semana, donde aumentan a siete u ocho.


En el día, todo bien


En el día todo es tranquilidad, todo marcha de forma normal y no hay nada que perturbe lo armonioso del entorno. Debido a esto, es posible ver una buena cantidad de mujeres que sacan a pasear a sus perros. Una de ellas es Teresa Faúndez, quien vive en un departamento cercano al lugar y que afirma ir todos los sábados por la tarde a pasear a su cachorro, raza Yorkshire Terrier: “Vengo todos los sábados para acá y nunca he visto problema alguno, aunque son sabidos todos los problemas que hay en la noche, pero de día es todo lo contrario”, cuenta Teresa Faúndez.


Un contraste pocas veces visto


Es llamativo el contraste que sufre la principal plaza del barrio, debido a que éste, al ser un lugar rodeado de universidades, se convierte en destino fijo de los estudiantes en las tardes-noches y especialmente los viernes.


Está claro que la plaza vive dos realidades muy distintas con el pasar de las horas. Pero lo que une a los dos polos, es que en ambos lo que prima es la alegría y el ánimo de pasarlo bien. De día, todo es humor y amistad y por la noche, la situación mantiene los mismos patrones.


En fin, lo que pasa en esta plaza es muy curioso y es algo que no se da en todas partes, lo que hace que la plaza no descanse y esté constantemente en uso, ya sea para el día, como para la noche.


Inevitable comparación


Por esto, la comparación aparece inmediatamente con la ciudad de New York, porque ésta, tiene ganado el apodo de ser la ciudad que nunca duerme, debido a su continuo movimiento y llegada de extranjeros. Un aspecto en que la Plaza Brasil, no se queda atrás.
Un barrio con historia y tradición

Yungay,
un lugar para no dejar


En la comuna de Santiago Centro se emplaza un barrio histórico, típico y tradicional. Grandes y antiguas casas existen a duras penas sufriendo los desgarros por el tiempo. Las calles cuentan una historia, las fachadas de los viejos cités otra.


Por Ignacio Lara Saldaña
Nacho_lara182@hotmail.com


El primer hospital psiquiátrico del país, la plaza del Roto Chileno, los conventillos. Son algunos de
los elementos que hacen conocido al Barrio Yungay. Pero no todo es historia y arquitectura. También hay problemas, tradición, cultura. Existe pasión en un barrio a veces
olvidado por algunos. Recordado y amado por otros. Serán testimonios de personas los que darán vida a estas palabras. Testimonios vivos y personales.
Hacia 1800 el ejército chileno liderado por Manuel Bulnes derrotó a la fuerzas de la confederación Perú-Bolivia. Por orden de Presidente de la época, Joaquín Prieto, se construyó una población en Santiago en honor del triunfo. Así se formó el Barrio Yungay. Un lugar que sería un símbolo de éxito. Años más tarde se inauguró lo que se conoce como “Plaza del Roto Chileno”. El nombre de este centro de encuentro también se da en honor a los soldados chilenos. Pero la verdad histórica de Yungay es fácil de encontrar. Está en libros, Internet. En el conocimiento popular. Lo importante es que esconden sus calles, su gente. Qué le da vida a la zona típica más grande de Chile. Un lugar que ha visto todas las caras de la moneda. Empezó siendo habitado por las familias más acomodadas de la capital, luego por las clases medias y bajas. Viven ahí inmigrantes peruanos, colombianos, asiáticos. Aunque no faltan los amantes románticos que están allí por lo que significa ocupar esos espacios. Porque les gusta entrar en la historia; vivirla y alterarla; dejarla libre y palparla.

La cicatriz que dejó Yungay

“Desde que conocí el barrio se me quedó pegado. Sentía que era algo que tendría mucho que ver en mi vida. No me acuerdo cuando estuve en él la primera vez, ni porque. Pero tenía razón: tendría mucho que ver con mi vida.” Así recuerda Gonzalo sus primeros pasos por Yungay. De 21 años, vive en unos de los pasajes del histórico barrio. Las calles de adoquines y los faroles de metal combinan con los colores y molduras de las altas casas. Es tanto lo que impresionó a Gonzalo las formas de este barrio, que ya está en segundo año de arquitectura. Simplemente se enamoró del arte de dar vida al urbanismo, a la ciudad. Este amor a veces se transforma en odio, pero más que odio es rencor, impotencia. Son unos 2.500 fachadas de casas que sufren el paso del tiempo y el descuido. Son caras ásperas sin color. Rostros que caen a pedazos pidiendo a gritos que alguien se apiade y participe en la reconstrucción de su identidad física. Pero no es sólo la arquitectura lo que mueve a Gonzalo a ser uno de los habitantes de Yungay. Él es músico. Baterista para ser más especifico. Y qué mejor ambiente si no es un barrio histórico para crear compases y notas que formen una melodía. La cultura se respira por las calles. Matucana 100, Teatro Novedades.
Son algunos de los lugares más conocidos donde la cultura se desarrolla. Pintores, escritos, músicos, actores añoran vivir ahí. Algunos lo logran. Otros se quedan con las ganas.

Amante puertas afuera

En siete años haciendo guardia en la plaza del Roto Chileno son muchas las historias que se escuchan. Luis Abarca hace guardia en una caseta de seguridad ciudadana de la Municipalidad de Santiago. Trabaja por turnos. Lleva, truene o relampagueé Luis debe estar ahí si le toca turno. Mientras cumple sus horas de trabajo él escucha la radio, lee el diario y sale a dar vueltas. Cada vez que se aleja unos pocos metros de su puesto de seguridad mira, observa, conversa con la gente. Así se ha ganado la confianza de los habitantes del barrio. Mal que mal Luis los protege. Lo mínimo que le pueden dar es confianza. Se sabe casi de memoria las calles y donde está cada cosa. Sabe hasta donde viven algunas personas que tienen cosas interesantes que decir, pero parece que él tiene historias de todos, sabe los pasos que se dan allí. “Si hay una historia que me marcó fue la de un niño con retraso mental que vino enojado a contarme que su mamá se había quedado dormida y no le había preparado el desayuno. No le tomé mucho interés. Más tarde volvió a decir que la mamá seguía durmiendo y que ahora no le había dado almuerzo. Llamé a unos colegas para que fuéramos a ver a la señora. Se notaba que algo raro estaba pasando. Cuando llegamos nos dimos cuenta de que la señora estaba muerta en su cama. Su hijo la movía tratando de “despertarla”. Él no entendía que su mamá había muerto”. No es esa la única muerte que ha tenido que presenciar Luis. No ha sido lo único que ha atendido. Ser guardia de seguridad ciudadana es algo que no se debe subestimar.


Así es que variadas personalidades y apreciaciones se ven en Yungay. Unos ven edificios, otros ven personas, otros ven oportunidades. No importa desde qué punto se mire el barrio, todos sus habitantes le tienen un cariño. Algunos que sólo hemos estado ahí unas veces también sentimos cosas en ese lugar. Será la arquitectura o la diversidad cultural. Será ver los antiguos edificios uniéndose con los nuevos y modernos lofts. Para algunas serán esas cosas, para otros, otras.

Barrio Yungay, un lugar histórico. Lleno de anécdotas. Hoy qué importa el porqué tiene ese nombre, qué importa quién es el roto chileno. Lo importante es lo que significa para su gente vivir allí. Lo importante es preservar la vida de un lugar como ese. Actualmente la lucha está en hacer que Yungay sea un lugar protegido como un barrio histórico. Sin duda que los meritos y las ganas no faltan. Ojala está batalla no se termine pronto y que los brazos de los habitantes del barrio jamás se bajen. Que sus voces no sean apagadas. Como en honor a los soldados se creo tal población, que sus habitantes sigan honrando a los hombres que batallaron para conseguir el propósito de una nación.
El lente que captó
las rancheras


En la calle Exposición no todo es fácil. Y bien lo sabe Ángelo Fernández (45), vendedor de la Casetera Top 90’ desde hace 18 años. Su fracaso como fotógrafo lo hizo cambiar de rubro completamente y ahora sólo se dedica a disfrutar de la música, como el único arte que no se le negó.






Por Cristina Durán

kitty.cdn@hotmail.com

Entrando por la calle Meiggs, todo parece salido de una historia aún no contada. El calor de las calles que se vuelve efervescente con el cemento, los viejos edificios con su pintura descascarada y el aspecto de una vida pasada, quedan como el paisaje de fondo al momento de decorar desde umbrales a postes, según la nueva fiesta que vendrá. El negro y naranjo no sólo están en los globos, que muchas veces forman puentes, sino también por grandes pilas de calaveritas de plásticos, disfraces de esqueletos y gorros de brujas. Aún así, al contrario de todo esto, sólo falta un ingrediente para eclipsar la vista de cualquier persona, es que tal mar humano rodea estos colores sin importar la hora ni el día. Siempre hay una fiesta, siempre hay telas rojas en el suelo con juegos y discos pirateados, también nunca va a faltar la música alegre y los gritos desesperados de vendedores hacia mujeres, que mantienen sus carteras tan juntas como si ya fueran parte de su propio cuerpo. Todas las casas son negocios de ropa, pulseras y máscaras. Y todas las calles que envuelven a esta son así también. Y ahí, en medio de todo este revoltijo, se encuentra una pequeña tienda de CDs.


Años de experiencia


La Caseteria Top 90’ por fuera parece una más de tantos negocios que se encuentran en la calle Exposición. Sólo al entrar se puede percatar de que todo es tan distinto como los pensamientos de cada persona. Las paredes están llenas de carátulas de discos de rancheras, boleros y cantantes de la nueva ola. Sólo el techo se salva de esto, porque no es más que poseedor de un blanco grisáceo producto del polvo y los años. Aparte de la mesa de vitrina tan llena de CDs como las paredes, el único mueble visible es el encargado de dar vida a todo esto. En el descansan dos radios de mas de dos décadas y encima está un reluciente DVD en el que suena fuerte Los Kuatreros del Sur. Entre todo esto está Ángelo Fernández, quién con una polera azul se mueve de un lado a otro, buscando títulos y cantantes mientras tararea la canción con una concentración única. Se sabe cada nombre y la ubicación de cada uno de los miles que tapizan el lugar. “Son años de experiencia”, dice riendo este trabajólico vendedor que lleva casi 20 años de amor a la música. Moreno y con una ancha nariz se ríe mientras atiende como si fuera su propio negocio. Es que aquí “el que no vende barato, no vende y el que no sabe es jefe”, dice riendo y alabando la verdad, ya que aquí nada pasa los tres mil pesos.

Es incluso una obligación ser alegre y rápido, “la gente que viene aquí es la misma de hace años” dice. Es que basta con estar unos momentos y saber que la ancianita que pide un CD sabe más, a veces, que un mismo crítico de música.

Santiago oscuro


La vida no ha sido fácil para Ángelo Fernández, como alguna vez pensó, “No todo es música” y más que eso, alguna vez quiso hacer otra cosa. Corrían los ochenta y Ange como le dicen sus amigos, se embarcó en el túnel sin salida de un arte mal pagado. Estudió fotografía con la ilusión juvenil de que lograría algo grande. Pero nada fue bueno y nunca pudo hacer lo que más quería, sacar una foto al Santiago oscuro. Para él fue la dictadura quién nunca apoyo a los jóvenes ni a nadie en general. Entre la crisis y el desempleo no tuvo otra opción más que trabajar en algo que le diera para alimentar a su familia. Opto por el bullicioso barrio Meiggs y entre vender ropa o bolsos se quedó en la “La Casetera”. A la que poco a poco fue tomando un gran cariño, y según él, sólo se demoró dos años en aprender cada uno de los discos de los estantes. Aunque, aún así esto no recompensa lo que alguna vez le quitaron, sólo basta con ver sus ojos que al mencionar el tema no transmiten más que decepción y amargura. Se consuela con pensar que estas cuatro paredes son su segundo hogar en donde cada vez aprende algo nuevo “Se transforma en una escuela, es como estudiar música, quizás me fui de un arte a otro”, dice.

Junto con su compañera de años, de un rebosante pelo rojo intenso, se preocupan de atender lo mejor que se pueda a los clientes, o como declara Ange: “Acá sobrevivimos”

La dulce realidad


En la Casetera suena una canción de Marissa. Ángelo, que habla y se mueve para todos lados, de un segundo a otro, se queda pasmado, ladea su cabeza y cambia la música. “Ahora sí”, dice para seguir, mientras que se escucha Santo Chávez. Hacia fuera, por donde pasa rostros rosados, producto de un calor sofocante, entra un chico de unos quince años, le dice algo casi inaudible y se va corriendo. “Así es acá”, dice suspirando. “Al contrario de lo que se piensa, no hay robos en la tienda, eso si no hay nada que hacer afuera. Si cruzas esta calle para arriba, estas por ti solo”, dice él. No hay nada que hacer, cada vendedor sabe quién roba y cada ladrón sabe la vida entera de quién vende.”Si pasa algo y yo hablo o denuncio te encargo el día siguiente” dice entre broma y broma Ángelo, que ya ve como rutina a pequeños niños corriendo con carteras.

Pero, además de delincuencia, también hay competencia. Por cada cuadra hay por lo menos tres tiendas del mismo producto. “Uno se acostumbra a que te digan, ¿No hay rebaja?, entonces me voy a la tienda de al lado”, dice Ange con irrelevancia. Esto no sólo crea menos ventas, sino también la “mala onda” con los vecinos. “No es que nos odiemos, sólo un saludo de caballero y nada más, después de todo éste es un barrio de comercio, un barrio de competencia” comenta mientras corre a cambiar una nueva canción. Ahora tocan los Charros de Lumaco.

Un nidito de amor

En pleno Barrio Suecia, junto a los pubs y la música, hay un lugar que sin camareros, ni happy hour es uno de los locales que está más vivo que nunca.






Por Macarena Gallegos

Sentada desde hace más de media hora en el pub Bumerang, espero encontrar el momento indicado para cruzar la calle, subir tres escalinatas, pasar el biombo verde y entrar al “oasis del amor”. Mi bebida está por acabarse, así que pido la cuenta. Creo que llegó el momento. Me paro y respiro profundo, no entiendo por qué se me hace tan difícil. Subo las escaleritas, y toco el timbre. Se abre la puerta y antes de entrar miro a todos lados para verificar que nadie me haya visto. Ya dentro ninguna persona me recibe, sólo un mural, el cual ofrece todo tipo de películas eróticas gratis para los pasajeros. De lejos escucho una voz que me dice, “¿Vienen por la noche o a pasar un momento?”. Mientras dice esta frase la voz se convierte en una mujer delgada, de ojos saltones, pelo cano y tomado. “Por un momento, pero mi pareja viene en camino”, le contesto tímida, como si fuese a juzgarme. Me pide que pase a la sala de espera. Es un espacio de dos metros aproximadamente, en donde hay una banca tapizada con terciopelo y un espejo que llega desde el techo al suelo. Allí aguardo no más de dos minutos, cuando la mujer llega y me pide que la siga. Caminamos por un pasillo largo, con luces rojas y papel mural de igual color. Cada cuatro pasos hay una puerta. Hay un silencio que llega a ser incómodo, el cual se rompe con una expresión de satisfacción proveniente de alguna pieza.


La mujer a la que sigo para en seco su caminata y me pregunta si quiero la habitación con jacuzzi o sin él. “Con”, le respondo. Continúa a paso firme para llegar al final del pasillo donde dobla y comienza a subir una

escalera. Al igual que la salita de espera, los escalones están tapizados con terciopelo rojo, rojo intenso.

Llegamos al segundo piso, la mujer saca un manojo de llaves y abre una habitación. Pregunta mi nombre para que cuando llegue mi pareja sepa a qué pieza traerlo. Le contesto y enseguida me indica cómo usar el jacuzzi, que la televisión no tiene control remoto y que si quiero hablar con recepción marque, en el teléfono, el número 10. Dadas todas las indicaciones, la mujer sale del lugar sin expresión alguna en su rostro. La costumbre, pienso.

Ya sola, me siento en la cama, que debe de ser de dos plazas, y me doy cuenta de que a la derecha hay un espejo, al igual que en el techo. La habitación mira hacia la calle Providencia. Estoy en un segundo piso y la vista no mala. Pienso en cómo habrá sido esta casa antes de ser un motel.


La carne es débil


El oasis del amor, eslogan del lugar, está situado a pasos de avenida Providencia, en la calle General Holley, razón por la cual se llama Motel Holley.

Llevan ahí más de seis años, y para sus empleados es la mejor ubicación para un lugar como éste. Además de los empleados, quienes trabajan en el sector creen que la llegada del motel es favorable.

“Antes se veía de todo por aquí. El copete hace que las personas se pongan más cariñosas, y como no había ningún lugar para demostrar su amor, algunos lo hacían en la calle”, afirma Sebastián Sanhueza, mesero del pub Morena.

Carabineros está de acuerdo con las palabras de Sanhueza. La patrulla que se estaciona todas las noches de fin de semana en Suecia con Holley, ha sido testigo de cómo el sexo en las calles desapareció.

“Antes no bastaba con estacionarnos, debíamos patrullar todo el sector durante toda la noche y aún así algunos se escondían y tenían sexo, o simplemente se iban a algún lugar más solitario”, aseguran los carabineros encargados de patrullar el lugar.

Las ganas de demostrarse el amor durante un carrete no sólo se da entre parejas establecidas, sino que también entre personas que se conocen en el momento y, literalmente, su carne es más débil.

El Holley durante el día recibe, como la gran mayoría de los moteles, a oficinistas, secretarias y otras personas que se escapan de sus trabajos para hacer de las suyas, pero por las noches es el lugar perfecto para que las parejas ocasionales se satisfagan en un lugar limpio, cercano al carrete y accesible a todo bolsillo.


Cliente frecuente


Rayén lleva dos años pololeando y hace uno conoció el Holley. “Fue carreteando con un grupo de amigas y mi pololo. Habíamos tomado harto y no nos aguantamos”, me cuenta mientras sus mejillas se enrojecen.

“Me fui con una amiga al baño, le conté lo que pasaba con mi pololo, y me dijo que cerca del local donde estábamos había un motel”.

En minutos, Rayén y Sebastián, el pololo, estaban mirando el mural con películas porno que los recibió. Les indicaron el precio, ellos aceptaron y juntos siguieron a la mujer que los guió hasta el lugar que por algunas horas sería su nidito de amor.

De esa primera ida al Holley ha pasado un año, y Rayén, riéndose, dice sentirse una cliente habitual. “Cada vez que podemos venimos, el lugar es limpio, y acogedor. Lo hacemos también para salir de la rutina. Todas las parejas debieran hacerlo”.

Han pasado 20 o 30 minutos desde que llegué. Hice zapping en la televisión y me encontré con una decena de películas triple X. Me llama la atención, no entiendo para qué, entonces, están las que me recibieron en la puerta. En una de las paredes hay un papel que dice, “Motel Holley cuenta con Wi-Fi en todas sus habitaciones”, tampoco entiendo esto, ¿quién vendría a un motel a conectarse a Internet?.

De repente alguien toca la puerta. Me paro de la cama y voy a abrir. La señora de pelo cano y tomado me pregunta si mi pareja llegará o no, porque no puedo estar sola ocupando una habitación, y que además hay pasajeros esperando. Le digo que no, que me dejaron plantada.

Entonces, amablemente, me invita a salir de la pieza, mientras salgo entra a ordenar lo poco que desordené. Bajo las escaleras, camino por el pasillo. Llego a la salita de espera donde una pareja se ríe mirándose al espejo. Abro la puerta, paso el biombo verde, bajo las escaleritas, hago todo rápido para que nadie me vea. Ya está oscuro, son las 9 de la noche y en Suecia hace rato empezó el happy hour.

Cuentos de criaturas en Plaza Ñuñoa









Por: Álvaro Salinas

El olor a jueves ñuñoino


El sol de las seis de la tarde derrama sus últimos rayos contra las ventanas de los edificios más altos de Plaza Ñuñoa. Cubre rápidamente la frase “Desde 1949”, del nuevo letrero del Café Dante y se desplaza por avenida Irarrázaval. Un color anaranjado rellena el cemento de las veredas que posan a los pies del Bar de Niro, donde los meseros, en su mayoría adolescentes con cara de sed y cansancio, toman lo que pueden de aire para empezar a disparar todas las promociones y ofertas que el local ofrece ese día. El ruido de las risas de los alumnos del Liceo Manuel de Salas desaparece lentamente al caer la noche en Plaza Ñuñoa, y en su reemplazo empiezan a brotar los cilindros de tabaco en la boca de los más adultos, que aceleran el paso para llegar a los locales donde la cerveza esté más fría y a menor costo. Al costado del Café Dante, por la calle Jorge Washington, suena con desgarro y potencia el sonido melancólico de una armónica, comandada por un improvisado artista callejero, quien busca desesperadamente la atención de los clientes del histórico local, donde abundan las espumosas cervezas y exagerados churrascos. Cuando las siete de la tarde se alojan en Ñuñoa, los folletos de La Batuta siguen en el piso. Están impresos con imágenes y suculentas ofertas de los panoramas más rockeros de la bohemia noche del sábado anterior. Al concluir la tarde, la botillería Bervim le roba clientela al local de helados Filippo, que sólo ofrece en su interior una gran vitrina vacía y un piso notablemente sucio con crema y salsa de chocolate, a diferencia del restaurante Don Pepe, que al igual que su rival del frente, Las Lanzas, carece de mesas para situar más gente. El olor del jueves ñuñoino les agrada.

Una moneda para vivir

El olor a empanada de queso se distingue a cuadras de La Fuente Suiza, el lugar más popular de Ñuñoa para comer este tipo de fritanga que es tan popular en la época invernal, y que lleva más de 50 años calmando las tentaciones de los ñuñoinos.
El fin de semana las filas llegan hasta avenida Irarrázaval, algo que para los que no han probado estas suculentas empanadas puede ser exagerado e incluso aberrante. Algunos de los que esperan pacientes su turno para ser atendidos leen el diario. Hay quienes calman la inquietud de sus hijos, y otros deciden qué empanada pedir. Pero nadie de la fila, incluso ninguno de la avenida Irarrázaval percibe que a sólo metros de distancia, a pasos de La Fuente Suiza y afuera de la tienda del Hogar de Cristo, se encuentra una anciana de rostro sucio y arrugado, de cabellera cana y la mirada perdida, que sostiene en su mano derecha un vaso mordido de plumavit sin monedas. La señora Rosa lleva más de siete años en el mismo lugar. “Yo entré a trabajar en 2002 a la Fuente Suiza, y recuerdo que la anciana ya estaba afuera del local”, relata Carlos Vera, uno de los cocineros, quien agrega que muchas veces le regalan comida. “A la hora del desayuno le damos un sándwich y un café, al almuerzo también le regalamos algo para engañar el estómago. Todos acá colaboramos para hacerle el día más fácil”, cuenta Vera, quien desconoce el motivo de la soledad de la señora Rosa. Ni una sola mueca expresa el rostro de la anciana. Sus manos, envueltas por unos maltrechos guantes, son difíciles de distinguir, al igual que sus piernas que están cubiertas de polvo, arrugas y una gruesa falda gris. No recuerda su nombre completo, dónde vivió, ni algún trabajo que haya desempeñado, pero sí a un hijo, quien no vive en Santiago. “Hace mucho que no lo veo. La última vez que estuve con él no lo reconocí, no era el chiquillo que había criado”, relata con voz temblorosa y nostálgica la señora Rosa al recordar a su único hijo, quien está más ausente que una sonrisa en su rostro. Aunque llueva o truene, incluso cuando el calor de la capital se torna infernal y las veredas de Irarrázaval parecen derretirse, la señora Rosa no deja de llegar cerca de las ocho de la mañana e irse cuando la oscuridad se adueña de la capital. “Casi siempre se va como a las seis de la tarde a un refugio en la población José María Caro donde al parecer no le dan comida”, cuenta Vera, quien agrega que es triste ver a la anciana todos los días pidiendo dinero, cuando hay abuelitas que viven tranquilamente en sus casas, juegan con sus nietos, tejen y duermen, y que sólo conocen el olor de las veredas cuando salen a pasear a la plaza o a comprar el pan, a diferencia de la señora Rosa, dueña del cemento, del dolor y de la soledad.

El rock cartonero


Usa una sudadera rosada, shorts y un gorro hacia atrás. Víctor Hugo Varas parece más un jugador de tenis que un cartonero de 56 años. Con una mirada firme y grave, que se contradice con una sonrisa cálida de dientes blancos y parejos, saluda con un apretón de manos fuerte y potente, como si estuviera empuñando un revolver. Lleva más de 27 años trabajando como cartonero. “Desde joven que estoy acá en Plaza Ñuñoa haciendo esto, y siempre solo, aunque tengo un nieto que se está dedicando a lo mismo, pero no por estos lados, ya que sabe que estos sectores son del tata”, relata Víctor Hugo, mientras en su triciclo, saturado en cartones y diarios, se escucha Smoke on the water de la banda británica Deep Purple, grupo musical que Varas sigue desde su adolescencia.” Desde que empecé a trabajar en los cartones que llevo una radio con algún cassete de Deep Purple, y lo escuchó hasta que se derrita”, cuenta Víctor Hugo con el entusiasmo y euforia de un joven de 20 años, quien agrega que se le puede olvidar el almuerzo o hacer sus necesidades, pero jamás el rock en su triciclo. “Vivo la vida como los hippies de los años 70, con rock y libertad. Hago lo que quiero mientras no afecte a los que amo”, relata Varas mientras se arregla su grueso bigote y se frota las manos como esperando un suculento plato de comida o con la intención de “conversar unas cervecitas”, como lo hace cada domingo después de un improvisado pero cálido almuerzo con su familia. Víctor Hugo es apasionado por el fútbol, en especial del club que él define como el más grande de Chile, Unión Española. “Cuando tenía ocho años me hice fanático de Unión Española, de los tiempos de “Nino” Landa, el gran goleador e ídolo en los años 60. Lejos el mejor” Aunque le gusta sentirse libre y relajado también debe solventar los problemas económicos que vive en su casa de la Villa Francia, donde comparte el techo con su hija mayor, un nieto y su novia, que es 20 años menor que él. “Yo he estado casado, soy separado y viudo. Las he tenido todas, pero ahora estoy pololeando feliz, me gusta más así porque es sin compromisos formales”, cuenta Víctor Hugo, quien agrega lo difícil que es sostener su hogar con este oficio que cada vez se vuelve más ingrato. “Cuando comencé, el cartón lo vendía a 35 pesos, ahora con suerte me dan 25, lo mismo pasa con el diario que me lo compran a 45 pesos y antes en 50. La verdad está peluda la cosa pero igual le echo para adelante”, cuenta el veterano amante del rock, que aunque la risa no escapa de su rostro y la diversión es parte de todos sus días, también ha vivido momentos difíciles. “Una vez me atropelló una teniente de carabineros. Me chocó por atrás y quedé todo machucado, y ni hablar de mi triciclo que se hizo polvo, pero lo peor de todo es que la señorita ni las disculpas me dio”, relata Víctor Hugo Varas, el enemigo de la corbata y la peineta, quien se acelera en tomar nuevamente su triciclo, y seguir trabajando en la comuna, que según él, no está dispuesto a dejar ni por el mejor trabajo del mundo.




La ruta gastronómica de Mosqueto

Un café con estilo, por favor


Estuvimos un día en la calle Mosqueto, situada en el centro de Santiago, entre el Museo Nacional de Bellas Artes y la calle Merced, para averiguar en qué se encuentra la actividad cultural de la capital. Hablamos con usuarios y dueños de cafés y restaurantes y nos encontramos con cómo y cuánto gastar en un día en el Barrio Forestal.








Por Francisco Jiménez


Han pasado ya más de 100 años, desde que el Barrio Forestal es conocido como tal. Personajes como José Victorino Lastarria, Benjamín Vicuña Mackenna, Pedro Aguirre Cerda, o Nemesio Antúnez, han vivido en este barrio que ahora, mucho tiempo después, recobra vida como un barrio artístico, gastronómico y bohemio.

Nos hemos centrado en la calle Mosqueto, una calle muy pequeña con tan sólo dos cuadras de extensión, que se encuentra entre el Museo Nacional de Bellas Artes y la calle Merced. Con cafés, tiendas de ropa, botillerías, restaurantes, joyerías y hasta la salida del metro Bellas Artes cuenta esta pequeña calle, que logra, si uno se adentra bien, convertirse en un submundo que permite ser refugio para quienes quieren escapar de la cotidianeidad de las calles de Santiago.


Melinka: Tortas, galletas y chocolate


Son las 10 de la mañana del jueves y hay poca gente en la calle. El cielo está casi despejado, como abochornado. Desde lejos ve una tienda, con mesitas de madera y quitasoles que el paso del tiempo tiñó con su color, pero que al parecer, en algún momento fueron blancos. La calle donde se encuentra esta tienda es pequeña y muy oscura, por los altos edificios que no dejan entrar la poca luz del sol que a esta hora trata de calentar la capital. Al entrar al local, se ve atendiendo sólo mujeres de polera blanca con delantales negros moviéndose de un lado a otro. Son las meseras de Melinka, el café escogido para desayunar en este reportaje.

Por dentro, hay mesas café oscuro que combinan con las cerámicas del suelo. Los adornos consisten principalmente en galletas, tortas y pasteles en repisas y una muralla tiene un gran dibujo con más mesas y pasteles.

“Melinka lleva 30 años, comenzamos en Apoquindo, pero acá en el centro llevamos seis. Cuando estábamos allá arriba (en Apoquindo) comenzaron a llegar los supermercados y esas cosas y por eso nos quisimos cambiar, además quisimos excursionar en el centro. El barrio nos gusta, es un barrio tranquilo, aunque ahora está lleno de cafés”, cuenta Nancy Quezada, administradora del café Melinka.

En Melinka, un desayuno completo cuesta $2200 y consiste en café o té con leche, un vaso de jugo natural y 3 tostadas de pan de molde con mantequilla y mermelada. Otra alternativa es un tazón de chocolate caliente ($1300), que da la impresión de tomar un chocolate derretido servido por la abuelita, junto con una porción de galletitas (100 gramos: $900), esas galletas que recuerdan al sabor de la panadería de la esquina.

Para recrearse después de haber tomado desayuno, a un costado de Melinka se encuentra un salón de pool. Antiguo o descuidado, este local ofrece un segundo piso lleno de mesas para los amantes del pool. El salón está rodeado por muros amarillos aburridos y monótonos y un ventanal que da hacia Merced, que los usuarios, en su mayoría trabajadores del centro de camisa y corbata, usan para piropear a las mujeres que transitan por la calle. Sus precios varían según la hora que se visite. Entre las 12 y las 3 de la tarde, la hora cuesta $1800 y una botella de bebida individual cuesta 500 pesos.


Almuerzo: El Txoko. Comida, bebidas y risas; de todo un poco


Siguiendo en la calle Mosqueto, pero en la esquina de Santo Domingo, se encuentra un restaurante que desde afuera se nota bastante llamativo y diferente al resto. En su vereda, adornado con plantas, una banca que llama la atención y muchos letreros invitando a pasar a servirse algo a este local: “Si quiere comer mucho y gastar poco, venga al Txoko”, “Gástate en juergas y vino lo que vas a dejar a tus sobrinos” o “El txoko: comida, bebidas y risas; de todo un poco”, son algunas de las frases que ponen a este lugar como un local entretenido donde servirse algo.

Un ambiente muy tan cálido y acogedor como fuera de lo común tiene este restaurante. Al entrar se ve un lugar muy desordenado, con una forma de adornar muy atípica a la nuestra y nos recibe la administradora, una señora rubia que en algún momento no lo fue, muy cargada al maquillaje (tanto que asusta un poco al principio) y con un acento que claramente no chileno. “Nosotros somos de España, del País Vasco, allá el centro de la ciudad es lo que tiene más vida, por eso escogimos este barrio para instalarnos”, cuenta, mientras nos interrumpen el sonido de los platos, tenedores y chuchillos siendo levantados por los meseros, acompañado por el canto de un grupo de hombres que al parecer están borrachos en su sobremesa.

“El Txoko, en el País Vasco, son lugares donde se reúnen los hombres, donde ellos hacen sus comidas y sólo pueden entrar hombres. Es como un lugar de encuentros, de reunión de amigos”, comenta Nieves Bengoa, acerca de la historia y nombre del restaurante.

El Txoko es parte de un hotel que está a la vuelta de la esquina, el hotel Ciudad de Vitoria, donde la gente que se hospeda ahí come generalmente en este restaurante. Los menús, al igual que la decoración, son basados fundamentalmente en la cultura de España y consta de entrada, fondo, postre (con elección entre tres posibilidades), copa de vino o bebida y café. Por ejemplo, la entrada puede ser paella o garbanzos, el plato de fondo puede ser costillar, chuleta de cerdo o pescado con un acompañamiento y de postre tarta, que va variando por día. Este menú completo cuesta $7000.

El Txoko, además ofrece “cerveza y un buen rato para pasar con amigos y familiares”, como hace propaganda la administradora.


Tomar once: un café con literatura, por favor


Luego del almuerzo, y su sobremesa, lo ideal es cruzar la calle y entrar en el Café Mosqueto. Ya desde afuera se ve un lugar diferente, un ambiente aparte. Su terraza está cercada por altos arbustos que, desde afuera impiden su vista hacia adentro, y desde adentro de la terraza, da una sensación de privacidad que no se pudo lograr en Melinka, por ejemplo.

“En Mosqueto se puede ver gente del barrio, gente que casi vive ahí… y gente muy posera”, cuenta Ana María Abarca, habitual consumidora de este café, que va casi todas las tardes, como ella cuenta.

Por dentro, Mosquetín, como le dice Ana María, envuelve en un pequeño mundo lleno de olor a café, pasteles y cigarro, colores cálidos y se está rodeado de palabras. Literalmente. La gente conversa, conversa y conversa, además, la librería que Mosqueto te impulsa a leer mientras tomas un café.

“El ambiente de provoca, es un lugar muy íntimo. De hecho, yo he tenido de las conversaciones más profundas de mi vida aquí”, me cuenta acerca de su amor por este lugar, agregando que el lugar es “bastante mágico”.

Para tomar once, se puede tomar un café expreso por $900 o uno doble por $1300. Jugo natural $1400, con sabores como frambuesa o naranja, donde se siente la fruta, hasta puedes escuchar como trituran la naranja al otro lado. El café se puede acompañar por una torta o pie de limón por $1900. “Se recomienda la torta de chocolate blanco con nuez”, nos dice Ana María, como último dato.


Dormir


Se puede dormir en el hotel Ciudad de Vitoria por $47000 en la pieza doble o $41000 en la simple, por la noche. Si se Busca algo más barato, Mosqueto Apartments ofrece el arriendo diario a $25000.