Cuentos de criaturas en Plaza Ñuñoa









Por: Álvaro Salinas

El olor a jueves ñuñoino


El sol de las seis de la tarde derrama sus últimos rayos contra las ventanas de los edificios más altos de Plaza Ñuñoa. Cubre rápidamente la frase “Desde 1949”, del nuevo letrero del Café Dante y se desplaza por avenida Irarrázaval. Un color anaranjado rellena el cemento de las veredas que posan a los pies del Bar de Niro, donde los meseros, en su mayoría adolescentes con cara de sed y cansancio, toman lo que pueden de aire para empezar a disparar todas las promociones y ofertas que el local ofrece ese día. El ruido de las risas de los alumnos del Liceo Manuel de Salas desaparece lentamente al caer la noche en Plaza Ñuñoa, y en su reemplazo empiezan a brotar los cilindros de tabaco en la boca de los más adultos, que aceleran el paso para llegar a los locales donde la cerveza esté más fría y a menor costo. Al costado del Café Dante, por la calle Jorge Washington, suena con desgarro y potencia el sonido melancólico de una armónica, comandada por un improvisado artista callejero, quien busca desesperadamente la atención de los clientes del histórico local, donde abundan las espumosas cervezas y exagerados churrascos. Cuando las siete de la tarde se alojan en Ñuñoa, los folletos de La Batuta siguen en el piso. Están impresos con imágenes y suculentas ofertas de los panoramas más rockeros de la bohemia noche del sábado anterior. Al concluir la tarde, la botillería Bervim le roba clientela al local de helados Filippo, que sólo ofrece en su interior una gran vitrina vacía y un piso notablemente sucio con crema y salsa de chocolate, a diferencia del restaurante Don Pepe, que al igual que su rival del frente, Las Lanzas, carece de mesas para situar más gente. El olor del jueves ñuñoino les agrada.

Una moneda para vivir

El olor a empanada de queso se distingue a cuadras de La Fuente Suiza, el lugar más popular de Ñuñoa para comer este tipo de fritanga que es tan popular en la época invernal, y que lleva más de 50 años calmando las tentaciones de los ñuñoinos.
El fin de semana las filas llegan hasta avenida Irarrázaval, algo que para los que no han probado estas suculentas empanadas puede ser exagerado e incluso aberrante. Algunos de los que esperan pacientes su turno para ser atendidos leen el diario. Hay quienes calman la inquietud de sus hijos, y otros deciden qué empanada pedir. Pero nadie de la fila, incluso ninguno de la avenida Irarrázaval percibe que a sólo metros de distancia, a pasos de La Fuente Suiza y afuera de la tienda del Hogar de Cristo, se encuentra una anciana de rostro sucio y arrugado, de cabellera cana y la mirada perdida, que sostiene en su mano derecha un vaso mordido de plumavit sin monedas. La señora Rosa lleva más de siete años en el mismo lugar. “Yo entré a trabajar en 2002 a la Fuente Suiza, y recuerdo que la anciana ya estaba afuera del local”, relata Carlos Vera, uno de los cocineros, quien agrega que muchas veces le regalan comida. “A la hora del desayuno le damos un sándwich y un café, al almuerzo también le regalamos algo para engañar el estómago. Todos acá colaboramos para hacerle el día más fácil”, cuenta Vera, quien desconoce el motivo de la soledad de la señora Rosa. Ni una sola mueca expresa el rostro de la anciana. Sus manos, envueltas por unos maltrechos guantes, son difíciles de distinguir, al igual que sus piernas que están cubiertas de polvo, arrugas y una gruesa falda gris. No recuerda su nombre completo, dónde vivió, ni algún trabajo que haya desempeñado, pero sí a un hijo, quien no vive en Santiago. “Hace mucho que no lo veo. La última vez que estuve con él no lo reconocí, no era el chiquillo que había criado”, relata con voz temblorosa y nostálgica la señora Rosa al recordar a su único hijo, quien está más ausente que una sonrisa en su rostro. Aunque llueva o truene, incluso cuando el calor de la capital se torna infernal y las veredas de Irarrázaval parecen derretirse, la señora Rosa no deja de llegar cerca de las ocho de la mañana e irse cuando la oscuridad se adueña de la capital. “Casi siempre se va como a las seis de la tarde a un refugio en la población José María Caro donde al parecer no le dan comida”, cuenta Vera, quien agrega que es triste ver a la anciana todos los días pidiendo dinero, cuando hay abuelitas que viven tranquilamente en sus casas, juegan con sus nietos, tejen y duermen, y que sólo conocen el olor de las veredas cuando salen a pasear a la plaza o a comprar el pan, a diferencia de la señora Rosa, dueña del cemento, del dolor y de la soledad.

El rock cartonero


Usa una sudadera rosada, shorts y un gorro hacia atrás. Víctor Hugo Varas parece más un jugador de tenis que un cartonero de 56 años. Con una mirada firme y grave, que se contradice con una sonrisa cálida de dientes blancos y parejos, saluda con un apretón de manos fuerte y potente, como si estuviera empuñando un revolver. Lleva más de 27 años trabajando como cartonero. “Desde joven que estoy acá en Plaza Ñuñoa haciendo esto, y siempre solo, aunque tengo un nieto que se está dedicando a lo mismo, pero no por estos lados, ya que sabe que estos sectores son del tata”, relata Víctor Hugo, mientras en su triciclo, saturado en cartones y diarios, se escucha Smoke on the water de la banda británica Deep Purple, grupo musical que Varas sigue desde su adolescencia.” Desde que empecé a trabajar en los cartones que llevo una radio con algún cassete de Deep Purple, y lo escuchó hasta que se derrita”, cuenta Víctor Hugo con el entusiasmo y euforia de un joven de 20 años, quien agrega que se le puede olvidar el almuerzo o hacer sus necesidades, pero jamás el rock en su triciclo. “Vivo la vida como los hippies de los años 70, con rock y libertad. Hago lo que quiero mientras no afecte a los que amo”, relata Varas mientras se arregla su grueso bigote y se frota las manos como esperando un suculento plato de comida o con la intención de “conversar unas cervecitas”, como lo hace cada domingo después de un improvisado pero cálido almuerzo con su familia. Víctor Hugo es apasionado por el fútbol, en especial del club que él define como el más grande de Chile, Unión Española. “Cuando tenía ocho años me hice fanático de Unión Española, de los tiempos de “Nino” Landa, el gran goleador e ídolo en los años 60. Lejos el mejor” Aunque le gusta sentirse libre y relajado también debe solventar los problemas económicos que vive en su casa de la Villa Francia, donde comparte el techo con su hija mayor, un nieto y su novia, que es 20 años menor que él. “Yo he estado casado, soy separado y viudo. Las he tenido todas, pero ahora estoy pololeando feliz, me gusta más así porque es sin compromisos formales”, cuenta Víctor Hugo, quien agrega lo difícil que es sostener su hogar con este oficio que cada vez se vuelve más ingrato. “Cuando comencé, el cartón lo vendía a 35 pesos, ahora con suerte me dan 25, lo mismo pasa con el diario que me lo compran a 45 pesos y antes en 50. La verdad está peluda la cosa pero igual le echo para adelante”, cuenta el veterano amante del rock, que aunque la risa no escapa de su rostro y la diversión es parte de todos sus días, también ha vivido momentos difíciles. “Una vez me atropelló una teniente de carabineros. Me chocó por atrás y quedé todo machucado, y ni hablar de mi triciclo que se hizo polvo, pero lo peor de todo es que la señorita ni las disculpas me dio”, relata Víctor Hugo Varas, el enemigo de la corbata y la peineta, quien se acelera en tomar nuevamente su triciclo, y seguir trabajando en la comuna, que según él, no está dispuesto a dejar ni por el mejor trabajo del mundo.




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